Ser solteras, no estar solteras

Toda historia de amor se acaba. O porque uno deja de amar o por cambio de planes o porque alguno muere. Los amores largos, los buenos, tranquilos y, los malos, mejor que se acaben. Entonces, ¿por qué la pregunta sobre el estado amoroso de las personas importa tanto si se conoce su destino? Hoy en día, pareciera que, llegando a cierta edad en la que podemos involucrarnos afectiva/amorosamente, estar solteras implica un estado transitorio versus el estar en pareja como uno permanente. 

Y me refiero acá solo a la consulta común sobre las relaciones sexo afectivas, porque pareciera ser que las otras relaciones sociales no importasen tanto o fuesen secundarias, ya que orbitan cual satélites la tierra del amor. Difícil o menos común es hallar la pregunta ¿y cómo vas con tus amigas?, ¿cómo va tu proyecto?, ¿resolviste el conflicto con tu vecina?, ¿te reconciliaste con tu papá?, ¿le pediste disculpas a tu hermano? (al menos que sean amigos cercanos, se entiende). Incluso pareciera ser que quien no tiene o no está teniendo alguna aventura amorosa le faltase algo en su vida, esa chispa de luz y energía que brinda la adrenalina de saber que alguien te quiere. 

Quizás sea la vasta concepción sobre la media naranja la culpable de tales preguntas y demandas por sobre la intimidad de las personas. Quizás sea la industria del amor y la reproducción la que ha hecho creer que estar en pareja es la opción de vida. Quizás sea que las personas que están enamoradas en una relación quieren que las otras sientan lo mismo o puede ser que las que se sienten atadas a un amor quieren que otras repriman sus libertades otorgadas por la soltería, eso no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que esa insistente pregunta se reitera en diversos círculos (sobre todo donde hay emparejados) de manera constante. 

Ahora bien, respecto de la soltería de las mujeres, tenemos que, evidentemente, existen elementos interesantes de analizar respecto de la concepción de lo que a una cierta edad se debiese hacer, conseguir, saber o pensar. Y no me refiero a las libertades para estar con hombres, sino a las diversas posibilidades en las que las mujeres podemos desenvolvernos, incluso en las dimensiones que parecieran ser menos relevantes que el amor, como el tiempo de ocio, de descanso o de distracción.

El estar soltera implica, socialmente, un estado transitorio en contraste con lo que podríamos pensar como una nueva alternativa de habitarnos (o quizás ni tan nueva: pensemos en las monjas o en las abuelas sin abuelo): ser soltera. Este último implica un atributo permanente. Implica una de las múltiples cualidades que tenemos los seres humanos. E implica, por qué no; una ganada feminista. Evidentemente, en el plano social, llegada una cierta edad se espera que las personas se emparejen porque sí, porque corresponde, porque es lo que debe ocurrir, pero ¿a qué costo?, ¿debemos hallar a nuestra pareja solo porque es el momento de estar con alguien?, ¿necesitamos estar con alguien para no estar solas?, ¿acaso solo es nuestra pareja quien puede cuidarnos?, ¿dónde quedan las amigas acá? , ¿acaso no se pueden generar relaciones de cuidado, por ej, entre hermanos? Más allá del evidente relacionamiento sexual que existe entre quienes sostienen una relación afectiva/amorosa, los demás elementos se replican (o deberían de replicarse) en los otros círculos afectivos sanos y recíprocos.

Considerando los elementos recientemente mencionados, para el caso de las mujeres heterosexuales en edad de estar con alguien, preexisten una serie de consideraciones: que son difíciles, que son muy exigentes (como si exigir garantías básicas estuviese fuera de lugar en un mundo patriarcal) o que son egoístas. Pues bien, la realidad es que, en un mundo de hombres machistas, ser soltera es una plausible opción de vida. Y si señalo de vida es porque existen posibilidades reales de morir en esa relación sentimental a causa de, precisamente, ese hombre que se supone debe amar, cuidar y respetar. El patriarcado ha configurado a hombres inseguros y violentos que ejercen acciones en contra de las mujeres a las que les atribuyen tales inseguridades, sean sus parejas o no. Entre tales acciones encontramos la coerción, los celos, los golpes, la manipulación y una larga lista del espectro de la violencia de género. 

Quienes se han encargado de buscar nuevas y sanas maneras de amar han sido, precisamente, las mujeres en su calidad de oprimidas/violentadas y han instalado conceptos claves hoy en día para la consideración de requisitos mínimos en las relaciones amorosas. Dentro de estos encontramos los de la reciprocidad, el consentimiento o la responsabilidad afectiva. Sin embargo, estos no se realizan de manera efectiva dentro del sistema opresivo en el que las mujeres se desenvuelven, puesto que, por lo general, el peso del patriarcado es muchísimo mayor y los espacios afectivos siguen siendo, en muchas ocasiones, lugares poco recíprocos o inseguros. 

Lo anterior, deriva en la insatisfacción del deseo de la mujer, pues su rol en las relaciones amorosas suele ser pasivo. En cambio, el hombre que, por lo general, asume un rol activo,  se configura como el ser deseante por excelencia. Existen variados dispositivos de control del deseo de las mujeres, los cuales, evidentemente, afectan su dimensión hedónica: las hormonas anticonceptivas, la idea del recato o esa sobre que hay mujeres para presentarlas a los padres y otras que no. Todos estos ejercen una coerción del deseo en todos los ámbitos del comportamiento; desde el alimenticio (con las dietas y lo supuestamente saludable) hasta el sexual (cuidarse de los embarazos, por ej.). Por lo tanto, ¿cuál es la importancia de estar en una relación amorosa cuando implica la posibilidad de perder tanto terreno ganado en la soltería?

No he conocido a mujeres que no hayan sido violentadas en sus relaciones amorosas con hombres y, aun así, el plano amoroso resulta ser socialmente relevante: pareciera ser que todos los otros planos sociales se subsumen a este. Y no es que no se pueda discutir sobre ello, sino que ocupa demasiado tiempo. Y, en la mayoría de los casos, el empleado en reflexionar al respecto podría ocuparse en otras labores aún más importantes para nuestro desarrollo. Simplemente, las mujeres tenemos que dejar de hablar de hombres. Con ello, no eximo, evidentemente, a la comunicación que sí debe mantenerse entre quienes se encuentran viviendo una relación violenta, pues conocer qué tal van las cosas ahí podría, literalmente, salvarles la vida. 

No es nuestro rol educar a los hombres ni guiarlos en el camino de la responsabilidad afectiva. Sin embargo, resulta muy curioso que aún existan pocos espacios de discusión entre ellos acerca de sus acciones respecto de las mujeres. Es curioso también que se sienta tan fácil decirle a una amiga que salga de ahí cuando es ahí donde reside su estabilidad económica o quizás, la única relación en la que se ha sentido amada en un mundo que le enseña a no amarse o a depender del mercado y sus productos de cosmética para subsanar sus imperfecciones. En un mundo que enseña que vivir con un hombre es más seguro que vivir sola, es evidente que relaciones violentas sigan existiendo o pasando inadvertidas. 

Con todo, es evidente que no tenemos respuestas correctas ni unívocas para resolver la problemática del amor y las relaciones afectivas, sin embargo, la soltería sigue siendo un lugar mucho más seguro de habitar, porque, en contra de las creencias sociales, es precisamente en este espacio en que nos vivimos en paz, libertad, goce y buena compañía. Y con más dudas que certezas, existen claves a las que atender cuando nos relacionemos y decidamos deliberadamente compartir nuestra vida con un otro: somos seres humanos completos y complejos con capacidad de amar. Que la ley hedónica sea nuestra guía. Que no necesitemos a nadie que nos complete, sino que nos ame en respeto, sinceridad, consentimiento y voluntad. Los cariños malos; al cadalso.









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