Soy una profesora colapsada de un sistema colapsado

Quería escribir hace rato sobre ser profesora en pandemia, pero no tengo tiempo. No tengo tiempo para escribir y hacer lo que me gusta si hay que trabajar tanto.  Aun arriesgándome a perder tiempo escribiendo, lo hago igual un jueves en la noche teniendo una larga cola de correos que responder, ensayos que revisar y retroalimentar, planificaciones de informes que leer y comentar, pautas de evaluación que entender y aplicar, textos por subir y clases que preparar. 

Conversé con las amigas con quienes comparto el oficio de la escritura y la enseñanza, hace unas horas en el chat, acerca de la cantidad de pega que tenemos y sobre lo cansadas que estamos... "y eso que no tenemos hijxs", escribíamos. Una de ellas, de las entrañables, me manda una crónica publicada en un diario. Trataba sobre la rutina de una colega que trabaja con niñxs: se levanta y se acuesta trabajando. Se acuesta con una bandeja de entrada "limpia" y se levanta con una llena. Pienso que su rutina se parece a la mía y a la de todas mis compañeras-escritoras-docentes... sumémosle el activismo... uf.

Y si la labor docente ya es ardua en tiempos impandémicos (déjenme inventar esa palabra), más aún ahora en este nuevo acabo de mundo. La hipervigilancia de los jefes, las exigencias de algunxs estudiantes colonizados con el clientelismo y la impotencia del no contacto humano han mermado la calidad de vida de nosotras, las hacedoras de clases. La sensación de trabajo que nunca acaba no es nueva, eso es de profe. Lo que sí es nuevo es que se haya configurado una sujeto hiper disponible, hiper conectada, hiper atenta, hiper comprensiva... hiper agotada. Nos pueden reproducir cada pixel de la piel tecnológica a la que nos hemos mudado y ahí estamos hiper reproducidas. Tenemos una hiper conciencia de nuestra propia existencia: nos escuchamos la voz bajo el cedazo del micrófono de nuestra computadora, nos vemos la cara a través de la cámara que no distingue rasgos. 

Nos ponemos la careta de la profesora siempre disponible, amable y atenta para acudir al escenario de nuestra propia casa frente al computador todo-el-día. Terminada la clase; un hondo respiro para retomar la siguiente. Nos preparamos una taza de té que no tomaremos, porque no alcanzamos: el tiempo en la pantalla es muy raro. Reiteramos información a la que nadie atiende bien, porque afuera el mundo se cae a pedazos. No tenemos opción de recular ni equivocarnos: está todo respaldado. Todo. Si acierto, acierto eternamente. Lo mismo si me equivoco. Y vaya qué común se ha vuelto. Si con la cabeza en todas partes, hacerlo todo bien es imposible.

No dejo de considerar el privilegio que implica trabajar desde mi hogar y en buenas condiciones, pero ¿debería dar gracias porque me dieron trabajo y tengo sustento?, ¿acaso no se supone que el trabajo dignifica?, pues, en Chile sí, pareciera que debo agradecerlo. Y sí que lo hago, porque me gusta, pero así no, porque, mientras hago pausas y veo la tele, las cifras de contagios aumentan y así los muertos por Covid-19. Aumenta la indignidad y con ello, la rabia. Aumentan las mentiras y los privilegios de la elite ya no se disimulan, pues los protocolos para las mortales no son los mismos que para ellos. Y ni hablar de que ponemos no solo nuestro cuerpo al servicio del capital, sino también las condiciones materiales para su ejercicio: la luz, el agua, el computador, el internet, la paciencia, la voz.

Y, aún así, ¿cuál es la labor de la enseñanza en tiempos de pandemia?; ¿evidenciar el colapso del mundo?, ¿guardar esperanzas para cuando todo pase?, ¿hacer como que el mundo sigue no más?, cuánto habrán aprendido mis estudiantes, si es que lo hicieron?, ¿espero que sean mejores personas?, ¿quién soy yo para atribuirme tal responsabilidad?, ¿cuánto vale mi tedio?, ¿cuál es su utilidad?. Mejor termino este escrito, pues debo responder correos de estudiantes que están al otro lado del mundo virtual y organizar todo para trabajar, de nuevo y por novena vez consecutiva, este fin de semana.









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