Manifiesto de las niñas mujeres

Cuando niña, solía pensar en cómo sería yo de grande, si seguiría teniendo el pelo largo, en qué profesión tendría o en cómo llamaría a mis hijos. Pensaba también en los hombres, en los grandes, no en aquellos que eran mis pares niños amigos, hermanos, primos y amores soñados. Me intimidaban su poderío y su fuerza, su capacidad de llevarme al bosque perdido y desaparecerme. En mis pesadillas recurrentes, la imagen poderosa y ofensiva la protagonizaban los hombres: un engendro ficcional de Krueger con brazo de sierra eléctrica, El Cortahueso, asesinaba a quien lo miraba; un violador con pistola que nos perseguía a mí y a un grupo de amigas: me separaba de ellas y corría lo más rápido posible para despistarlo y nunca supe si mis amigas fueron víctimas o no. Unos gigantes hombres, que querían atacarme, con piernas robustas y manos inmensas. Todos ellos hombres adultos, fuertes y malvados.
La masculinidad se erigía a partir de tales características: el falo, la fuerza y la maldad. Aún admirando la figura amorosa y protectora de mi padre y la humildad de mi abuelo, los hombres se instauraban en la frontera límite del respeto y la desconfianza. Mea culpa, aquel tétrico programa de televisión de los 90, afianzaba tal imaginario: las violaciones y maltratos de hombres descorazonados que violaban a sus hijas, esposas y pares, que asesinaban a los fetos recién nacidos de sus amantes o que asesinaban a sangre fría a un otro, rendían culto al terrorífico patriarcado: la mujer víctima y el hombre victimario. Sabía que no podía ser esas mujeres, sabía que debía ser más como hombre, pues yo no sería víctima. Fui ingenua al pensar que no formaba parte de esta dinámica, cuando en realidad estaba dentro de ella y me amedrentaba.
Me apenaban las mujeres en los consultorios cuyos testimonios de violencia contaban cotidianamente a la señora que se sentaba a su lado y que la niña Vivi escuchaba. Relatos genuinos y sin pudor de una violencia naturalizada: la matrona la dejó herida y la insultó aludiendo al “¿no te gustaba la cuestión?, ¡aguántate ahora!”, el marido se fue con otra más joven porque ella se puso fea después de parir al Carlitos, “pero soy feliz con mi guagua”. El papá la golpeaba cuando chica y le hacía cosas cochinas, se fue de la casa re niña y se las arregló como pudo. Perdió una guagüita porque el otro le pegaba porque no podía tener un huacho, porque ella ya lo era. Yo no quería ser como ellas, yo no quería sufrir como ellas.
Cuando crecí, supe que lo que yo quería, no era la negación del ser esas mujeres. Supe también que ser como un hombre implicaba tener derechos. Supe que era una mujer heredera del patriarcado, así como mi madre, mis abuelas, mis tías y mis primas. Supe que siempre tuve que proteger mis “partes privadas” porque esta consciencia se constituye desde el binomio abusador-abusada y en esa dinámica, nadie quiere ser la abusada, porque implica violencia y vulneración. Tal degradación se constituía como la base de la relación entre el hombre y la mujer en esta sociedad, de ahí las pesadillas, de ahí el miedo, de ahí la desconfianza, de ahí el asco del aliento del acosador callejero en mi cuello de adolescente de trece años que vuelve agotada de la jornada escolar completa del colegio.
La violencia sistémica patriarcal que justifica el maltrato en la calle a través del insulto, esa misma que permite que el desconocido tome tu cintura para saludarte, esa que te muestra en la cara que no tienes fuerza y que esta se constituye como la mayor ventaja de los hombres sobre tu cuerpo, tu mente y tus decisiones, esa que te hizo creer tonta por ser bonita o que hizo creer ser fea por estar gorda, esa que te hizo creer prostituta por ejercer tu libertad sexual, esa que se rió de ti por querer jugar a las bolitas, esa que inventa en los comerciales de tv que tu menstruación es azul y que tienes una “zona V” de VAGINA, te violenta día a día, nos violenta día a día por el hecho de ser mujeres “débiles”, “lloronas”, “sensibles”, “histéricas”. Nos hace temer sobre nuestras decisiones y nos hace pensar que los profesores son más inteligentes que las profesoras o que el médico es más capo que la médica. Es hora decir basta.
Esa niña Vivi ahora mujer le dice basta al machismo. Me declaro FEMINISTA que NO busca ejercer los supuestos privilegios de la mujer cuando “ya pueden votar”, cuando “ya pueden entrar a la u”, feminista que busca la libertad de deliberar sobre las decisiones de su cuerpo, su alma, su pensamiento y su vida. Feminista como las mujeres que luchan, feminista como las mujeres que reivindican sus derechos día a día, feminista como las mujeres que respetan a todos. Feminista que respeta a las mujeres no feministas. Feminista como las mujeres que aman a sus hombres y a sus pares. Feministas como las mujeres que aman a las mujeres. Feminista como quien ama a sus estudiantes. Feminista consciente. Feminista que quiere mejorar su feminismo. Feminista que yerra una y otra vez. Feminista contra el reduccionismo patético del feminismo (no dan el asiento en el metro y se creen feministas, quieren todo las feminazis, también hay muerte de hombres, los inmigrantes también sufren, etc.) Feminista con todas sus letras. Feminista que no lo conoce todo, pero que considera que la vida es para ello. Feminista con una redacción imperfecta. Feminista que no soporta los chistes machistas. Feminista como quien persigue la equidad.

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